La inserción internacional en disputa
Autores
Pablo Da Rocha

Una mirada soberana sobre el Acuerdo Unión Europea–Mercosur

Por una inserción internacional al servicio del desarrollo nacional

El debate sobre la ratificación del Acuerdo de Asociación entre la Unión Europea y el Mercosur volvió a ocupar un lugar central en la agenda política y mediática. Con frecuencia, ese debate aparece dominado por una idea de urgencia —“hay que firmar”, “no se puede quedar afuera”, “es una oportunidad histórica”— que empuja a discutir a velocidades incompatibles con lo que está en juego. Un acuerdo de esta magnitud no es un trámite administrativo ni un gesto diplomático: es una arquitectura de reglas que puede condicionar por décadas el modelo de desarrollo, el funcionamiento del Estado y la distribución de ingresos y poder dentro de la economía.

En los hechos, el error más frecuente (y más costoso) en discusiones de este tipo es sobreestimar el peso de lo comercial —medido en aranceles, exportaciones o saldos de balanza— y subestimar el contenido regulatorio y estructural de los tratados. Los acuerdos no solo intercambian “más comercio”; intercambian restricciones y permisos sobre políticas públicas, sobre el margen de acción de gobiernos futuros, y sobre la capacidad de orientar el cambio productivo. En ese desplazamiento, suele prosperar un mito persistente: la idea de que el aumento del comercio “derramará” automáticamente en salarios, empleo de calidad y bienestar. La historia económica regional y la evidencia comparada muestran una realidad más exigente: los beneficios dependen de instituciones, estructura productiva, política industrial, disponibilidad de financiamiento, regulación, tipo de cambio y poder de negociación del trabajo. Sin esos componentes, el “derrame” se vuelve un relato antes que un mecanismo.

Por eso, el análisis del Acuerdo UE–Mercosur no puede reducirse a si abre un mercado o mejora un cupo. La pregunta relevante es otra: ¿qué país permite construir este acuerdo y a qué costo? Si el resultado neto es más especialización primario-exportadora, más dependencia tecnológica, menos herramientas públicas para desarrollar industria y más presión sobre el acceso a derechos esenciales (como la salud), entonces el balance social puede ser negativo incluso con algún aumento de exportaciones.

Inserción internacional: herramienta, no fetiche

La inserción internacional debe ser tratada como una política pública. Esto implica asumir que sus objetivos no se agotan en “vender más afuera”, sino que deben contribuir a un conjunto de metas nacionales: empleo de calidad, diversificación productiva, aumento de productividad, innovación, estabilidad macroeconómica, sostenibilidad ambiental y fortalecimiento de capacidades estatales.

En esta perspectiva, la política exterior y comercial no es una virtud automática. Puede ser un instrumento de desarrollo o un vector de dependencia. La diferencia está en la dirección estratégica: si la inserción internacional se subordina a un plan nacional de desarrollo, funciona como palanca. Si, en cambio, el país adapta su estructura institucional y productiva para encajar en el tratado, el tratado termina gobernando la economía. Esa es la línea roja que debe mantener el debate.

Tampoco corresponde caer en dicotomías simplificadoras del estilo “apertura versus proteccionismo” o “aislamiento versus integración”. El país no necesita elegir entre comerciar o no comerciar: necesita definir cómo comerciar y con qué instrumentos para transformar producción y empleo. Los acuerdos comerciales, cuando son buenos, no reemplazan a la política industrial: la amplifican. Cuando son malos, la prohíben o la encarecen hasta volverla impracticable.

Incompatibilidad estructural: asimetrías que no se corrigen, se consolidan

La relación entre la Unión Europea y el Mercosur es estructuralmente asimétrica. Europa concentra manufacturas complejas, tecnología, servicios avanzados, cadenas de valor consolidadas, financiamiento barato e instituciones de apoyo productivo de larga tradición. El Mercosur, con diferencias internas, exhibe una base productiva más primaria, mayor vulnerabilidad externa y mayores restricciones de divisas, además de brechas tecnológicas persistentes.

Un acuerdo que liberaliza intensamente y fija disciplinas rígidas entre economías tan diferentes, sin instrumentos robustos de compensación y desarrollo, tiende a consolidar esa asimetría. La consecuencia histórica más probable es la profundización de un patrón de especialización regresivo: exportar recursos naturales en mayor escala e importar bienes complejos y servicios intensivos en conocimiento. A corto plazo, esa fórmula puede mostrar “éxitos” estadísticos; a mediano plazo, reproduce dependencia: términos de intercambio, concentración de valor agregado fuera del territorio, fragilidad del empleo y limitación de aprendizajes productivos.

En términos estratégicos, el problema no es solo “qué se exporta hoy”, sino qué se logra producir mañana. Si el tratado debilita capacidades para industrializar, innovar y diversificar, la economía queda atrapada en una trayectoria de baja complejidad. Esa trayectoria es incompatible con la aspiración de elevar la calidad del empleo y sostener un Estado social robusto.

El “corazón” de la crítica: compras públicas como palanca de desarrollo

Entre los capítulos más sensibles del acuerdo se encuentran las compras públicas. Este punto requiere especial atención porque suele ser presentado como un aspecto técnico cuando, en realidad, constituye una herramienta fundamental de política económica. El poder de compra del Estado —gobiernos, empresas públicas, entes, organismos— moviliza una porción significativa de la economía y, bien administrado, permite orientar demanda hacia proveedores locales, desarrollar sectores estratégicos, impulsar innovación, generar empleo y fomentar encadenamientos productivos.

Buscar “neutralidad” absoluta en compras públicas es, en la práctica, renunciar a una de las pocas herramientas que países pequeños tienen para construir capacidades industriales y tecnológicas. El principio de “trato nacional”, aplicado de modo amplio, iguala oferentes europeos con proveedores nacionales que compiten con desventajas estructurales: escalas, financiamiento, apoyos públicos en origen, redes tecnológicas previas. En muchos rubros, el resultado previsible es la pérdida de oportunidades para empresas nacionales (incluyendo cooperativas, PyMEs y proveedores tecnológicos) y la creciente externalización de soluciones importadas.

El problema no es solo “quién gana una licitación”: es lo que se pierde en aprendizaje productivo. Cuando una empresa pública compra equipamientos, software, mantenimiento o servicios complejos sin posibilidad de exigir componentes locales, transferencia tecnológica o participación de proveedores nacionales, se rompe la cadena que transforma gasto público en desarrollo. Se paga una solución y se pierde, en paralelo, un ecosistema: formación de capacidades, empleo calificado local, red de proveedores, sustitución inteligente de importaciones y acumulación tecnológica.

La historia económica de los países actualmente desarrollados es clara: las compras públicas fueron utilizadas, de manera sistemática, para construir industria y capacidades internas antes de abrir completamente mercados. Limitar esa herramienta para países en desarrollo equivale a exigir que compitan sin escalera. El riesgo, entonces, es que las empresas públicas y el Estado en general dejen de actuar como promotores de desarrollo y pasen a funcionar como simples demandantes pasivos en un mercado global donde la ventaja está previamente definida.

Servicios, regulación y futuro: el conflicto por el “espacio de política”

Un tratado de última generación no se limita a bienes. Su núcleo está en servicios, inversiones, competencia, regulación, flujos de datos, contratación pública y estándares futuros. Allí aparece un punto decisivo: el espacio de política. Es decir, la capacidad de un país para decidir, con autonomía democrática, qué regula, cómo regula y con qué instrumentos protege el interés público.

En este ámbito, la adopción de esquemas como listas negativas (o híbridas) implica que todo queda liberalizado salvo lo que se excluye explícitamente. Esta lógica es peligrosa por una razón evidente: ningún país puede prever hoy todas las áreas tecnológicas, plataformas, modelos de prestación y sectores emergentes que existirán mañana. Lo que no se excluye puede quedar sujeto a liberalización por omisión.

A eso se agregan mecanismos de alta relevancia política, aunque formulados en lenguaje técnico: cláusulas tipo standstill (congelamiento del nivel regulatorio) y ratchet/trinquete (irreversibilidad de liberalizaciones). En la práctica, pueden convertir decisiones coyunturales de un gobierno en cerrojos estructurales para gobiernos futuros. Si, por ejemplo, una administración liberaliza un servicio y un gobierno posterior pretende reforzar regulación, recomponer participación pública o revertir una privatización por razones de interés general, el tratado puede impedirlo o encarecerlo mediante litigios y compensaciones. Eso altera el principio democrático básico: la capacidad de revisar políticas en función de resultados sociales.

Este es uno de los puntos donde el “pecado principal” del debate se vuelve evidente: discutir el acuerdo como “comercio” oculta que, en realidad, muchas cláusulas determinan quién decide y qué margen existe para corregir rumbos. Sin ese margen, incluso políticas sociales y productivas legítimas pueden transformarse en “distorsiones” ante el tratado.

Propiedad intelectual, salud y acceso: costos sociales de largo aliento

Otro capítulo crítico es la propiedad intelectual, en particular cuando se fija un estándar “ADPIC-plus” (por encima de los compromisos básicos multilaterales). Esto suele ser presentado como “protección a la innovación”. Sin embargo, su impacto social en países importadores de tecnología puede ser severo: prolongación de monopolios, retraso de genéricos, encarecimiento de medicamentos y aumento de costos para el sistema de salud.

Cuando se extienden plazos de patentes o se amplía exclusividad sobre datos de prueba, se limita la competencia y se demora el ingreso de alternativas más baratas. El resultado se traduce en presión fiscal o en recortes implícitos: o el Estado paga más (con recursos que compiten con educación, vivienda o cuidados) o las familias pagan más (vía gasto de bolsillo), o se restringen coberturas y acceso. Esa es una discusión profundamente concreta: incide en la sostenibilidad de sistemas públicos y en la materialidad de derechos.

Además, en términos productivos, los regímenes rígidos pueden limitar procesos de aprendizaje tecnológico, adaptación y desarrollo local, especialmente en sectores donde la innovación incremental y la ingeniería inversa cumplen un rol histórico en la construcción de capacidades. Un tratado que encarece aún más el acceso a conocimiento y tecnología puede consolidar dependencia en lugar de estimular modernización.

Ambiente y transición: cooperación real, no barreras encubiertas

La crisis climática impone una agenda ineludible. Sin embargo, el capítulo ambiental de acuerdos comerciales requiere un equilibrio delicado. Existe un riesgo real de que ciertas exigencias ambientales se usen como barreras para-arancelarias encubiertas, levantando obstáculos a exportaciones del Sur bajo un discurso de sostenibilidad sin asumir responsabilidades materiales.

Una transición justa exige algo más que estándares: requiere financiamiento, transferencia tecnológica, cooperación y plazos realistas para la transformación productiva. Sin ese paquete, la sostenibilidad se convierte en un filtro que penaliza a quienes tienen menos capacidades iniciales. En países con dependencia exportadora de recursos naturales, la transición no puede ser un castigo: debe ser un camino de transformación productiva con apoyo efectivo y políticas nacionales habilitadas para innovar.

Distribución, empleo y territorio: lo que se ve poco y pesa mucho

Los tratados suelen analizarse como si la economía fuera un promedio nacional. Ese enfoque borra los efectos distributivos y territoriales. Un acuerdo puede mejorar ingresos de sectores exportadores concentrados y, a la vez, deteriorar empleo industrial, encadenamientos regionales y condiciones de negociación salarial en ramas sujetas a competencia importada. También puede generar presiones sobre pequeñas empresas y cooperativas que compiten con proveedores de mayor escala y respaldo estatal en origen.

Los costos de transición no son una nota al pie: son el corazón social del problema. Reconversión productiva exige tiempo, inversión, capacitación, crédito, infraestructura y coordinación estatal. Sin un programa explícito y financiado, la “reconversión” se vuelve un eufemismo para desempleo, informalidad o empleos de baja productividad.

Este punto enlaza con el mito del derrame: incluso en escenarios con incremento de exportaciones, la captura de beneficios depende del poder de negociación laboral, de la estructura de mercados, de la regulación y de la estrategia productiva. En ausencia de una arquitectura institucional fuerte, es plausible que el excedente se concentre y que el aumento de comercio se traduzca en mayores importaciones, remisión de utilidades o captura de rentas, sin mejoras proporcionales en salarios ni bienestar.

Democracia, transparencia y legitimidad: un requisito, no un adorno

La inserción internacional debe desarrollarse con transparencia, debate público y participación real de actores sociales. Los acuerdos estructurales no son propiedad exclusiva de tecnócratas ni pueden legitimarse por la vía del hecho consumado. La discusión democrática no retrasa el desarrollo: evita errores irreversibles.

Un punto clave es sostener evaluaciones ex ante y ex post que no se reduzcan a volumen de exportaciones. Deben incluir: efectos sectoriales, impacto en empleo y salarios, distribución del ingreso, sostenibilidad fiscal, márgenes regulatorios, costos en salud, efectos territoriales y capacidad tecnológica. Sin ese conjunto, el debate queda colonizado por slogans.

No se trata de decir “no”: se trata de fijar condiciones para un “sí” responsable

La crítica a este tipo de acuerdos no equivale a negar la importancia de Europa como socio ni a proponer aislamiento. Lo que está en discusión es el diseño. Un acuerdo equilibrado debería preservar herramientas de desarrollo, contemplar asimetrías y construir condiciones de cooperación real. En este marco, aparecen condiciones mínimas que deberían orientar cualquier negociación responsable:

Compras públicas estratégicas con excepciones y márgenes para promover proveedores nacionales, innovación, cooperativas, PyMEs y transferencia tecnológica.

Espacio de política protegido: eliminación o restricción de cláusulas tipo trinquete y congelamiento regulatorio, asegurando capacidad futura de regular por interés público.

Propiedad intelectual compatible con salud pública y desarrollo productivo, evitando disposiciones que encarezcan medicamentos y bloqueen aprendizajes tecnológicos.

Cláusulas laborales y ambientales efectivas, con mecanismos exigibles y no meras declaraciones.

Instrumentos de desarrollo que reconozcan asimetrías: cooperación tecnológica, financiamiento para transformación productiva y garantías para una transición justa.

Sin estas condiciones, el acuerdo corre el riesgo de ser una vía rápida hacia una inserción internacional de baja calidad: más exposición y menos instrumentos; más dependencia y menos soberanía; más promesas y menos resultados sociales.

 

Conclusión: el criterio final es el desarrollo con justicia social

La inserción internacional debe juzgarse por su contribución a un proyecto de país. Si un acuerdo amplía exportaciones primarias pero restringe instrumentos para industrializar, innovar, regular servicios estratégicos y proteger salud pública, entonces el país paga con futuro lo que recibe en coyuntura. La responsabilidad política consiste en mirar más allá de la firma, más allá de la foto y más allá del titular de prensa.

En definitiva, el punto de partida debe ser claro: un tratado comercial no puede sustituir el modelo de desarrollo nacional. Debe estar subordinado a él. Cuando ocurre lo contrario, no se firma un acuerdo: se firma una limitación estructural a la democracia económica y a la soberanía de las mayorías para decidir su destino.

 

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